miércoles, 30 de julio de 2014

Adentrándome en IKEA

La peregrinación ha sido un fenómeno en nuestra historia desde hace miles de años. Los famosos oráculos, los lugares declarados santos, los remotos templos que albergan reliquias... Todas las religiones han contado con estos centros de peregrinaje, y el consumismo no podía ser menos. No hace mucho inauguraron un centro de IKEA en mi tierra, un acontecimiento tratado con la misma importancia que una nueva visita de Jesucristo a la Tierra.

Fiel a mi interés en la antropología (el estudio de los antros), inicié una expedición a esta nueva Meca que en su primer mes ha atraído a más de medio millón de seres humanos. Me subí al autobús patrocinado ("¡el bus que te lleva a IKEA!"), que salió de la ciudad para adentrarse en un entramado de polígonos industriales y comerciales. Y en el horizonte, en medio de la nada se alzaba una mole patriótica de proporciones bíblicas cuya fachada recogía los colores de la bandera sueca.

¡Ahí está!


Territorios como Leroy Merlin y similares ya figuraban en mi historial de misiones, por lo que más o menos sabía lo que me iba a encontrar. Pero, más que los productos en sí, me sorprendió la actitud de las personas.

Ingresé en la boca del lobo, y allí me vi envuelto por la muchedumbre febril que ocupaba cada metro cuadrado del espacio en su camino hacia las escaleras mecánicas. Los uniformes amarillos de los empleados se hacían notar entre la riada de visitantes. Las frentes de algunos de estos empleados estaban tocadas de un singular cartulina que emulaba el casco vikingo, si bien ya sabemos todos que dichos yelmos carecían de astas. ¿Dónde me he metido?, pensé.

Tres tramos de escaleras mecánicas hube de ascender para poder acceder a la tienda. Allí había todavía más gente que en la entrada, con el añadido de que esgrimían enormes bolsas amarillas que arrastraban por el suelo como los gladiadores de la antigua Roma agitaban sus redes para hacer tropezar a sus rivales. Algunos individuos tenían el detalle de plegar tales sacos hasta reducirlos al volumen de un libro, pero el común de los mortales optaba por arrastrarlo sin ninguna consideración por sus semejantes.

El espacio, sin ventanas y abarrotado de gente, concentraba incontables simulacros de pisos diminutos, dormitorios, cocinas y otras dependencias por las que la gente se desplazaba como quien repasa la colección de pinturas de un museo. Con la salvedad, naturalmente, de que lo tocaban todo: abrían puertas y cajones como si de ello dependiera la salvación de sus almas inmundas. Especialmente remarcable era el papel de una niña que iba golpeando todo lo que veía con un palo, tal vez para comprobar lo endeble de su material.

Y es que los seres ávidos de trastos que merodeaban por estas pequeñas salas habían traído a sus familias, a esa infame descendencia ruidosa y grosera que en un futuro terminará de hundir el mundo.  Para qué ir de excursión y merendar en el campo si puedes estar tres horas encerrado en una lata de sardinas gigante. Cualquier día se disponen a pasear al perro por allí también.

Por cierto, todos los carteles de los productos estaban tanto en castellano como en sueco, no vaya a ser que un amable escandinavo confunda una lámpara con un inodoro y se exponga salvajemente su diarrea a la vista del personal.

Era todo tan claustrofóbico que no sabía a ciencia cierta en qué piso me encontraba, mucho menos dónde se encontraban los aseos. La casa del terror se queda corta al lado de semejante infierno. Al cabo de una hora salí del lugar, encontrándome una hilera de no menos de cuarenta cajas y una única salida para aquellos ingratos que no hubiesen comprado ningún artículo. Habría sido la guinda del despropósito que no hubieran dejado salir hasta que pagase por algún cacharro.

Ya con el aire contaminado de fuera regresé a nuestra dimensión. No termino de verle el encanto a patear superficies de esta clase durante una tarde entera para luego acabar adquiriendo dos tazas y un pegamento. Qué afición más insana la de disfrutar yendo de compras con la esperanza de topar con algún objeto capaz de llenar el vacío de la vida. Un tipo con bigote dijo una vez: "La mayoría de las personas buscan lo que no tienen y están esclavizadas por las mismas cosas que desean adquirir". Pues eso sostengo yo también, que además luzco barba.

4 comentarios:

  1. Hermano, grande es mi tristeza al observar tus críticas mordaces al consumismo contemporáneo, aún así, en tus pergaminos no haces más que sumir al tapiz humano sobre una capa de condescendencia sólo nublada tras un velo insípido de escasa superioridad. Lamento decirte que son pocas las referencias a "nuestro dilema planetario", aunque si bien me parece una actitud más propia de un hipócrita la que predicas en tus escritos, ya que por mucho que criticas a "la masa" como un órgano tonto y que se deja llevar, tú mismo acabas por someter tu cuerpo e intelecto a tales andanzas tóxicas.

    Un beso a tu corazón
    Sabes que te aprecio, aunque a veces te machaque ;)

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  2. ¿Es usted, Clarice?

    Cuando yo me aproximo a un fenómeno de tan baja naturaleza, no lo hago con la intención de sumarme a la turba. ¡Tamaño equívoco, agente Starling! Todo lo contrario, estudio los comportamientos cual reportero que presencia una barbarie para dar testimonio o cual honrado ciudadano que señala a una anciana en la calle y por azar y proclama a los cuatro vientos "¡Ésa vieja es una puta!"

    Mi finalidad es señalar el camino recto y disuadir a la chusma de caer en una espiral de progresivo vaciado mental. Ésa es mi opinión, y mi palabra es la ley. Al que no le guste, que se disguste.

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  3. La verdad es que sí, la gente lo toca todo ahí y no saben ni por dónde van jaja. Yo no veía la salida ya, demasiado largo se me hizo el recorrido.

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  4. Es como visionar una procesión de zombis vagando sin rumbo. Para cuando ves la luz, tu cerebro ha sufrido demasiado.

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