jueves, 24 de octubre de 2013

Buenas maneras V: Los andares

Queridos hermanos, hoy retomaremos nuestras lecciones de buenas maneras para domar a esas fierecillas que ensucian nuestras calles y nos provocan vergüenza ajena con su incivilizado comportamiento. Recurramos a unos celebérrimos y maravillosos versos de Antonio Machado para introducir la cuestión:


Murió el poeta lejos del hogar. 
Le cubre el polvo de un país vecino. 
Al alejarse le vieron llorar. 
"Caminante no hay camino, 
se hace camino al andar..."


La pregunta que se hace un gurú de los negocios como yo es la siguiente: ¿por qué lloraba el poeta? ¿El exilio le condujo a la melancolía? ¿O acaso se topó con algo desagradable en el camino? Tras consultar a dos autoridades en la materia, puedo asegurar que el pobre poeta se hallaba afligido tras un encontronazo con unos primates sin modales de esos que caminan uno al lado de otro y conforman una barrera que ocupa todo el ancho del camino.

Son numerosos, pero gustan de caminar todos a la misma altura, no vaya a ser que unos se traguen los cuescos de los otros. ¿Y qué hacen cuando una persona se cruza en su camino? ¿Alguno de ellos retrasa o su posición para abrir un hueco para que la persona transite sin problemas la vía pública? ¡No! Ni se inmutan, y la pobre persona se ha de escurrir entre semejante turba de garrapatas sin seso. Eso, grosso modo, es lo que le aconteció al poeta del que nos hablaba Machado.

Muy bien, condenados palurdos, ocupáis todo el camino con vuestros deformes cuerpos.


Acude a mis mientes en este preciso instante un incidente histórico estrechamente vinculado al asunto que en este día abordamos. En el siglo XVII, Juan Casimiro, duque del Palatinado-Zweibrücken, tenía la costumbre de salir a pasear cada mañana a las 9 y media. El trajín en su castillo era elevado, y tropezar con gente a diario era inevitable. Un individuo en concreto tenía la feísima costumbre de detenerse de repente y justo en la puerta del castillo, por lo que la gente que venía por detrás de él debía dar un frenazo en seco para no llevárselo por delante. El muy patán simplemente se paraba sin previo aviso, sacaba algo de sus vestiduras y se quedaba mirándolo durante un par de minutos. Los coscorrones e imprecaciones eran frecuentes, y nuestro duque se percató no sin sorpresa de que era el mismo imbécil quien alteraba el orden todos los días.

De modo que, finalmente, una mañana el duque fue a su encuentro. Una vez más, el bastardo se detuvo de improviso, agachando la cabeza para dirigir su tradicional vistazo a un extraño objeto que manipulaba con sus sucias manos.

-¿Por qué te detienes en la puerta de mi castillo, hampón? -inquirió furibundo Casimiro.
-¿Y tú qué crees? -replicó el pícaro deslenguado-. Nano, es un Samsung Galaxy S4. ¡Lo flipas!

Tanta infamia fue insoportable para el noble, que decidió aplicar a su excéntrico vasallo un correctivo ejemplar. Ya que al muy rufián le agradaba detenerse en la puerta del castillo, fue crucificado en una de sus hojas. "¡Así aprenderá!", bramó el conde, "Además, yo soy más de Nokia". Y colorín colorado, el hijo de mil putas fue ajusticiado. Ya nadie más se paró en la entrada del castillo, sea por temor o por el nauseabundo hedor a putrefacción del garrulo insolente.

Me gustaría pensar que esa escoria que estorba el tráfico peatonal y que no sabe ni sonarse las narices y andar al mismo tiempo ha extraído la lección de mi relato. Y ay de esas guarras que van desfilando entre la multitud en plan Reservoir Dogs pero cogidas de las manos... ¡Que el diablo se las lleve! Cuánta gentuza a la que educar. Dadme fuerzas, oh Dionosaurus.

Juan Casimiro, duque del Palatinado-Zweibrücken, sufriendo de almorranas.

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