lunes, 28 de octubre de 2013

Acechado por Satanás

Hermanos metanos, hacía mucho tiempo que no acontecía una de mis aventuras en el supermercado. Desde el último percance he tenido unas expediciones tranquilas en estos lugares que venden comida tanto de humanos como de animales. Pero la dicha no podía durar eternamente.

No es el primer chiflado con que me topo en este lugar, y mientras se permita la entrada a todo ser con apariencia humana proseguirán los encuentros en la tercera fase. Mientras estaba analizando con ojo experto los panes para discernir si estaban disecados o simplemente eran de plástico, mi nuca experimentó esa incómoda sensación de que alguien me estaba observando.

Arroz con lecheeeee...


Y así era. Más o menos. Un hombre de unos cincuenta años con pinta de vagabundo se hallaba a un paso de mi varonil carrito verde de la compra ojeando su interior sin disimulo. Había algún producto de los que yo había recolectado que le llamaba poderosamente la atención, hasta el punto de que no apartaba la vista de él. Con una discreción que ya quisiera la fulana de Mata Hari anduve unos pasos buscando el amparo de las Dinosaurus. ¡Mas no fue suficiente el aura de estas poderosas galletas! La semilla del Diablo me había perseguido, y proseguía en su impertérrito estudio de mi carro de la compra.

Entonces me lo quedé mirando de igual forma que él a mis adquisiciones, pero el muy bastardo ni se percató. De súbito, efectuó un respingo y dio media vuelta, desapareciendo por el pasillo de los lácteos. Y entonces pensé que lo había amedrentado con mi ondas telepáticas y que no lo volvería a ver jamás, pero no caí en la cuenta de que la telepatía es infructuosa contra alguien que carece de cerebro.

Diez minutos después, cuando estaba guardando cola en la caja, reapareció al estilo de las gemelas de El resplandor. El desgraciado portaba un pack de arroz con leche en la mano (¿diez minutos para encontrar esa mierda?), y con un balbuceo luciferino me pidió permiso para colarse por delante de mí. Y aquí, ¡oh Démeter!, cometí un error al cederle el turno. El tunante sólo debía apoquinar unos céntimos y largarse, cosa que se puede hacer en quince segundos perfectamente. Pero no.

En primer lugar el caballero estuvo rebuscando en los bolsillos, durante cinco jodidos minutos de reloj, monedas de céntimo para satisfacer la suma. Le faltaban unos pocos céntimos cuando desistió de su empeño y decidió entregar una moneda de dos euros, recibiendo la pertinente vuelta. "¿Quieres una bolsa?", preguntó el cajero. "Oh, sí, sí". "Entonces serán diez céntimos más". "Pues... no tengo". Y se quedó tan pancho el muy estafador. Acababa de recibir casi un euro de cambio, ¡y aseguraba no tener diez céntimos! El empleado replicó: "Sí tienes, que te acabo de devolver". Y tras otros dos minutos de exploración en sus pantalones, logró dar con una dichosa moneda de diez céntimos.

Lo peor de todo, rayos y centellas, es que la irrupción de este canalla en mi vida me afectó de tal forma que me olvidé de adquirir mis preciadas Dinosaurus. ¡Eso no se hace, hombre! El sol no brilla por las mañanas de igual forma si no desayuno esos bocados de paraíso.

De regreso a mi guarida, cargado y temeroso de que las infames bolsas que cobran las ratas infectas de Mercadona reventasen, aún me sobresalté una vez más. Una mujer sentada en una de esas sillas de ruedas eléctricas pasó a mi vera a toda leche mientras berreaba "WOOOOOO" con la cabeza ladeada. ¡Ni siquiera miraba hacia delante la muy gamberra! Doy fe de que nunca había visto a una discapacitada ir tan raudo, y mucho menos sin prestar atención por dónde iba.

Qué perturbada está la Tierra y cuántas fugas se producen en los centros psiquiátricos. Me despido con una linda canción, pues es de noche y no he tapiado las ventanas todavía.


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