El ser humano tiene la costumbre de prejuzgar al prójimo. Bastan un par de miradas y tener el oído atento para formarse una impresión de una persona. En muchos casos su evaluación inicial será injusta o poco acertada, pero sin duda esta primitiva actitud era una herramienta útil cuando la vida de nuestros antepasados homínidos corría peligro.
A día de hoy, y pese a los tiempos que corren, esta faceta nuestra más rudimentaria permanece activa. Mucha gente llega a un lugar y le bastan unos días para juzgar a sus gentes. El otro día me dio por ponerme en el pellejo de los turistas que vienen a nuestro país y traté de imaginarme cómo sería ese diagnóstico que podría extraer acerca de nosotros sus habitantes.
Caballero compartiendo sus observaciones. |
Lo cierto es que la imagen no podría ser peor tratándose de un estado civilizado. A lo largo de una semana he presenciado comportamientos del todo viles. Una furcia que se adelantó de forma irregular en la cola de un Carrefour de la mano de su hijo pequeño ante el pasmo de una decena de clientes, para empezar. Para defenderse de las acusaciones de la concurrencia le bastó con unos berridos simiescos que parecían extraídos de una canción de Lady Gaga (quien, por cierto, es un hombre). Así se educa a un infante, sí señor. Delincuente potencial aprendiendo las malas artes de su propia progenitora.
Las trifulcas se extienden a la calle, donde nuestros visitantes tienen ocasión de contemplar las actitudes más salvajes fruto de la herencia animal y de una vida exenta de cultura. Un ciclista varón y una peatona perteneciente al sexo femenino protagonizaron un espectáculo tan bochornoso como ensordecedor. No presencié el momento del 'casi accidente', pero sí la disputa posterior. "¡Mira por dónde vas, atontááááááá!", chilló el jinete a lomos de su máquina infernal mientras se alejaba. "¡Ojalá te estrelles, gilipollas!", repuso el especimen pedestre. Y así permanecieron, intercambiando improperios a voz en cuello mientras se iban separaban el uno del otro.
Uno podría pensar que hace falta la provocación de otro ente para provocar un conflicto, pero en verdad hay gente capaz de encender los hornos de su ira por iniciativa propia. Así sucedió en la plaza más concurrida de mi ciudad, transitada por incontables grupos de turistas. El sujeto solicitó algo en un quiosco, lo recogió tranquilamente y se alejó del habitáculo a paso relajado. Hasta aquí todo bien, pero de pronto se detuvo en seco, alzó la mirada al cielo, extendió los brazos hacia los lados y bramó con una voz de orco emasculado: "¡Estoy hasta los huevoooooooos!". Acto seguido recuperó su posición normal y siguió caminando como si nada anormal hubiese acaecido. Que alguien me explique cómo interpreta un extranjero tales bellaquerías.
Horas más tarde y en ese mismo escenario, recibí la afrenta más desconcertante de mi vida. La zona estaba colapsada por un grupo de personas con Síndrome de Down que presumiblemente realizaban una excursión, y yo traté de abrirme paso entre ellos para seguir mi camino. El monitor, la persona al cargo de esta expedición, empezó a hacer el recuento de sus muchachos contando en voz alta con el clásico gesto de la mano como si disparase una pistola. ¿Os podéis creer, oh hermanos, que me contó como uno de los suyos, como alguien con Síndrome de Down? No os riáis, cabrones. Aún hoy sigo sorprendido por esta confusión. ¿O acaso fue algo deliberado?
En fin, creo que ya he expuesto con estos ejemplos lo que quería transmitir hoy. Escribo esto, además, mientras escucho cómo un niño grita en la calle y desaforadamente su nombre: "¡Fill de putaaaaaaaa!". Tremendo. Cualquier día nos enjaulan para que los habitantes de otros países nos observen en nuestra bestialidad.
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