sábado, 30 de agosto de 2014

La abuela bioterrorista

Me gusta ver a los profesionales en su elemento. La soltura con la que se desenvuelven en sus puestos de trabajo, adquiridas tras años de trabajo, es una experiencia cercana a la contemplación del arte. Aprendes, además, los entresijos de las diversas profesiones y las dificultades que atraviesan en silencio.

Con este fin, y quizá también para birlar algún estupefaciente (sólo con fines científicos, por supuesto), encaminé mis pasos hacia una farmacia hace unos días. Detrás de su apariencia aséptica, las boticas concentran un imponente aura de chamanismo. Te adentras envuelto por el halo de una cruz de neón verde y encuentras, separados por escasos metros, los remedios a numerosos males.

Caballero con hemorroides solicitando una pomada.


"Me duele esto", "tengo lo otro", "tal cosa no me funciona", cualquier imbécil con un problema acude para encontrar su remedio. ¡Como si toda esa chusma tuviera remedio! Los machotes de verdad dejamos que la naturaleza repare los desperfectos, pero qué se puede esperar del vulgo, débil y mentecato.

Ahí estaba yo, con un caramelo de mandarina en la boca y pululando por la trastienda en busca de supositorios y enemas, cuando aconteció uno de los hechos más dantescos que mis globos oculares han presenciado. Te prevengo, ¡oh hermano!, de que reúnas todo tu valor antes de proseguir la lectura de este texto.

Era por la tarde cuando una enjuta dama octogenaria de cabello blanco y de aspecto inocente entró acompañada por una mujer bastante más joven. La anciana irrumpió en la farmacia solicitando el acceso al cuarto de baño. "Estoy muy apurada, esto no me había pasado nunca", gemía. La boticaria se olía la tragedia, pero no pudo negarse. Desde luego, la idea de "servicio público" ligada a las oficinas de farmacia nunca había cobrado tal forma.

Así pues, la señora accedió al excusado, sito en la parte posterior de la sala. Transcurrieron cinco minutos fatales en los que la vieja ni se molestó en cerrar la puerta. Un nauseabundo hedor a muerte se extendió a todo el local, hasta el punto que la farmacéutica pidió a la acompañante de la "apurada" que fuera a ayudar a su amiga "por si acaso". "Claro, claro", respondió la otra con una evidente mueca de contrariedad.

Ingresó pues la escudera en el aposento del mal, y juntas armaron cierto revuelo durante otros diez minutos en los que la pestilencia no disminuyó ni un ápice pese a que la cisterna fue accionada en tres ocasiones. Yo me divertía imaginando a las dos brujas removiendo escobilla en mano las heces en la taza de váter, pero el evidente enojo de la boticaria me disuadió de formular bromas en voz alta.

Al fin salieron las dos señoras de la letrina, y la situación se hizo todavía más cómica para mí cuando el vejestorio preguntó a la dueña: "¿Te debo algo?". Juas, juas, juas. "Nada, mujer, ¿qué me va a deber?". Y la pareja de intrusas se marchó apresuradamente como el terrorista que ha colocado una bomba.

La farmacéutica se acercó con recelo al cuarto de baño, y entonces... [¡reproduce el vídeo antes de continuar!]




Se oyó un penetrante grito que rezaba "¡La abuela de los cojones!". Había mierda por todas partes, como si le hubieran estallado los intestinos al vejestorio en plena faena. Váter, paredes, suelo, lavabo... la inmundicia se había adueñado del lugar como la hiedra en primavera. ¡Chupaos esa, cuevas de Altamira! Si al pájaro se le conoce por la cagada, aquello debía de ser un pterodáctilo por lo menos. La fragancia que perfumaba el lugar era vomitiva y penetrante, de ésas que causan dolor de cabeza.

No sólo eso, sino que una posterior reconstrucción de los hechos efectuada por un servidor dictaminó lo siguiente:

1) Después de descargar, la anciana había usado un rollo de papel higiénico entero,

2) Posteriormente había tirado mano de unas toallitas húmedas para bebés que por allí andaban, agotando igualmente el lote.

3) A continuación, se había restregado con un estropajo cuya finalidad era la de lavar el inodoro.

4) Por último, había intentado lavarse las manos pringadas de excrementos en el lavabo. Quién sabe si practicó la técnica de ciertos países árabes en los que se limpian el trasero con la mano y con agua.

5) Como remate al despropósito, la toalla estaba tirada en el suelo de mala manera.


Litros de lejía trataron de combatir el regalo que había sido depositado con tanta premura. Poco a poco el tufo fue remitiendo, si bien no desapareció del todo ese día. Lo más sorprendente fue averiguar que la vieja cagona vivía a dos manzanas de allí, pero había optado por soltar la bomba en un trono ajeno porque no había ascensor en su edificio. Hubiera sido fantástico encontrarse chorreando sobre las escaleras de dicho bloque una cascada de diarrea, pero no siempre se cumplen nuestros sueños.

Después de cerrar la farmacia, tuvimos ocasión de divisar a la autora del crimen sentada apaciblemente en el banco de un parque cercano. Ni se había disculpado por el desastre, ni se había preocupado en limpiarlo ni se ocultaba por pura vergüenza. Así son las gentes que nos rodean.

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