Ya lo dije en una ocasión, y lo vuelvo a repetir: no soporto a los pedantes. Esa gente que para dar los buenos días precisa de diez minutos para alabar el calor de los rayos (ultravioletas, infrarrojos, vallecanos, etc.) y veinte para encomiar la bondad de la vida en sí.
Pues bueno, si además de no callarse ni debajo del agua, uno se las da de místico y de endiosado, el cóctel deja de ser indigesto para ser venenosamente letal. Esto es lo que sucede con Fernando Sánchez Dragó, una de esas personas insoportables que están por todas partes pero a nadie le gustan. A mis manos llegó una de sus novelas, La prueba del laberinto, y después de unos días de lectura puedo decir que se trata de uno de los peores libros en los que mis ojos se han posado.
Mira Angela Merkel lo bien que se lo pasa quemando libros. |
Básicamente, el protagonista de la novela es un reputado escritor, Dionisio Ramírez al que su editor le encarga una biografía sobre Jesucristo. Pero no una biografía cualquiera, sino en primera persona y con la libre interpretación del escritor.
Dionisio Ramírez viene a ser el ‘alter ego’ (¡y menudo ego!) del propio Dragó, y de hecho La prueba del laberinto está redactada en primera persona. El tipo se pasa media novela meditando acerca de si es conveniente realizar el ambicioso encargo de su editor. Habla con éste, con un adivino del tarot y con su hija mayor, y finalmente se decanta por aceptar el proyecto. Entonces viaja a Tierra Santa para documentarse a fondo, y merodeando por allí se pasa la otra mitad de la novela. De la supuesta biografía sobre Jesús de Nazaret no nos enteraremos de un carajo.
El protagonista, que es el propio Dragó desde su vanidosa y egocéntrica perspectiva, no cesa de dar la lata con reflexiones de escaso fundamento y anécdotas que ni vienen a cuento ni son entretenidas. Los personajes con los que conversa, curiosamente, son tan pedantes como él. Aquí todo se mezcla y no se sabe a ciencia cierta si los hechos están inspirados en la vida del autor o si es puro invento.
Recalcitrantes frases hechas (lo de casualidad y causalidad se repite cada dos páginas) y expresiones populares se combinan con una extensa panoplia de referencias cultas y numerosas vulgaridades fuera de lugar. El resultado es un amasijo cutre e impostado que irrita al lector y le estimulan a alimentar la chimenea con el libro. Como muestra de la amenidad de la obra, las fechas citadas aparecen escritas en letra (por ejemplo, “veintitrés de agosto de mil novecientos noventa y uno”).
Las críticas furibundas y muchas veces grauitas al estado de Israel, al sindicalismo, a los anglosajones (“anglocabrones”, según el autor), a las ONG, a los medios de comunicación (años más tarde Dragó acabaría trabajando en televisión) a la tecnología o al turismo enriquecen la novela. Estos dos últimos elementos, por ejemplo, son dos de los peores fenómenos que ha sufrido la humanidad. Eso sí, el amigo bien que viaja en avión y en vuelos comerciales.
Esta visión negativa sobre occidente se contrapone a las alabanzas de las culturas orientales. El ‘ying’ y el ‘yang’, los textos budistas e hindúes, el tarot, la meditación, el yoga, la respiración abdominal en ocho tiempos, la reencarnación y todas esas cosas son defendidas como lo más guay del universo.
Juntamente con las drogas, por supuesto. El tal Dionisio se pasa la novela fumando hachís y ocultándolo en su recto para pasar las fronteras. No tiene reparos en compartir esta clase sustancias con su hija mayor, de veinte años, en su propia casa. Todo un padrazo, oigan.
Para terminar de resultar completamente detestable, Dragó-Dionisio se detiene a hablar de sus encuentros sexuales. Con una mora muy joven, con una azafata muy joven, con una monja de 21 años (¡!), con las prostitutas de un burdel indio… Todo ello ofreciendo datos para identificarlas y explicando que tiene novia. Todo un Don Juan a su edad de entorno a los 55 años. Semejantes fantasmadas ya le costaron algún reproche recientemente, pero leyendo esta porquería de libro ya se comprueba que su trayectoria casposa y fantasiosa viene de largo.
En otro orden de cosas, Dionisio descubre que Jesús fue una especie de adepto de una secta budista y que muchas de sus enseñanzas derivan del pensamiento oriental. El muy payaso afirma tener informaciones y pruebas de ello y que por eso las autoridades israelíes le vigilan con lupa (¿?), pero en realidad se limita a decir que no va a revelar ninguna de sus hipotéticas pruebas por seguridad. Viva la paranoia. Y así van pasando las páginas, con afirmaciones sin fundamento. Que si la Virgen María es Isis, que si el pilar sobre el que algunas tallas marianas se erigen son símbolos fálicos, que si…
¡Por cierto! Al majadero del escritor se le aparece el propio Jesucristo un par de veces, pero igualmente relata con dos líneas cada encuentro. Hay que ver lo parlanchín que está Dragó para las tonterías superfluas y lo escueto que es para lo realmente interesante. La prueba del laberinto no es sólo una idiotez, es que es una pésima novela tanto en la prosa como en el desarrollo de la narración.
El colofón a tanto disparate es que esta aberración recibió el Premio Planeta. Leer para creer.
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