Hay una frase hecha que dice: "contento como un niño con zapatos nuevos". Yo, personalmente, no soy tan estúpido como para ir sonriendo por la calle sólo por estrenar un calzado. Y máxime cuando los zapatos sin usar están rígidos y la adaptación de los pies requiere su tiempo.
Sin embargo, nada como unos Pikolinos para dejar clara tu condición de Señor del Universo. Y así me teníais hace unos días, 'pikolineando' la ciudad a paso fuerte. Ciertamente no lo hacía para llamar la atención como las zorras desesperadas que llevan tacones, sino para dejar huella. ¡Así aprenderán!, pensaba.
Lo último que me esperaba, habida cuenta de mi imponente estampa, fue el terrible atentado de magnicidio que padecí días atrás. Un acto cruento, impío y del todo intolerable en una sociedad avanzada. A plena luz del día, por añadidura. Mi atrabiliario temple se puso a prueba con tamaña afrenta, y huelga aclarar que rodaron testas por la plaza mayor. ¿Qué se han creído esos bastardos?
Antes de comenzar con el relato de la anécdota que nos atañe en el día de hoy, sería conveniente un inciso. Presta atención al siguiente vídeo, oh hermano, en especial a la peculiar forma de pronunciar la palabra que empieza por eme que tiene este caballero:
Pues bueno, una vez más vamos a hablar de la miarda en Necrópolis. Las voces y rumores que pueblan mi cabeza me guiaron hasta un alejado supermercado. No se trataba de un supermercado al uso, ya que además de comida contaba con una inusual cantidad de cachivaches expuestos en esos estantes bajos que abundan en las grandes superficies.
Como si de una librería se tratara, me dispuse a recorrer cada pasillo de ese local, contemplando las más estrafalarias e inútiles invenciones que ha engendrado el ingenio humano. Mi embelesamiento era tal que pisé un extraño material blando sin haberlo divisado. Bajé la mirada... y encontré la cagada. Mi Pikolino derecho había ido a posarse sobre un excremento de dimensiones discretas y extrañamente inoloro. Mi reacción no fue digna de un rey, lo reconozco, ya que aparte el zapato dejando un rastro repugnante y de una naturaleza evidente: era el indicio de alguien que se restriega cobardemente para limpiarse la suela.
El 'regalito' estaba estratégicamente depositado al pie de un estante, por lo que mi sentido arácnido no lo pasó por alto. En fin, hube de dirigirme al primer empleado que encontré, que no fue sino una cajera en el extremo más alejado a la escena del crimen. "Disculpe, señorita", dije con un tono paternalista acorde a mi barba, "al final de aquel pasillo se halla una miarda y yo la he pisado accidentalmente".
CAJERA: ¿Una qué?
WEINOR: Una miarda.
CAJERA: ¿Una quééééé? —temiéndose lo peor.
WEINOR: Una miarda, señorita.
CAJERA: Madre mía. ¡Sonia, Sonia! —a una compañera que por allá pasaba.
REPONEDORA: Dime.
CAJERA: En la sección bazar, al fondo del todo, dice este señor que hay una 'caca' —esta última palabra pronunciada en voz apenas audible.
REPONEDORA: ¿Una qué?CAJERA: Una 'caca' —de nuevo en voz extremadamente baja.
REPONEDORA: No te entiendo. ¿Una qué?
WEINOR: ¡UNA MIARDA! —ambas dan un respingo del susto.
REPONEDORA: ¿Una mierda?
CAJERA: Sí.
REPONEDORA: ¿Es una broma? —con la típica risita nerviosa de quien sabe que va a tener que hacerse cargo del marrón.
CAJERA: Sí.
WEINOR: Bueno, yo me voy yendo.
Así transcurrió la conversación, ante el asombro de un par de clientes cercanos. Dos puntos resultaban chocantes en toda esta historia. El primero, que ningún cliente previo había advertido del monumento. El segundo, que en un supermercado sólo pueden entrar seres humanos. ¿Se trató, quizá, de un niño apurado? ¿O acaso de algún cliente vengativo al que le fue denegado el acceso a los servicios?
Tales puntos oscuros iba desentrañando de camino a casa. Arrastraba los pies en mi afán de purificación, si bien debo confesar que hubo algún que otro lametón por mi parte. Caída la noche, me encontré con otro extraño monolito pardo. Sobre un banco de madera plantado en la calle había... una miarda. Para ser concreto, había heces tanto en la parte superior (el asiento) como en el suelo. La jiñada de algún chucho debió ser de alivio. Que alguien me explique cómo un ente racional permite que su mascota incurra en semejante falta y se larga sin recoger el pastel.
Corren tiempos tenebrosos, oh hermanos, y el personal se encuentra tan desorientado que ya no atina a soltar su lastre dentro de la taza. Así que ya sabéis: ojos que no ven, mierda que chafas.
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