Parece que El Corte Inglés ha tenido algunos apuros financieros últimamente. Se podría señalar a lo desorbitado de sus precios como la principal causa de la mala salud de sus negocios. Y éste sería un diagnóstico muy certero y muy evidente. En la actualidad hay más empleados atendiendo que clientes merodeando. ¡Pardiez, así están las cosas!
Ayer estaba en uno de esos centros sin ventanas, en concreto en la zona donde los caballeros se visten con sus mejores galas. Debido a los misterios del organismo, iba ventilando las estancias de tal manera que incluso me desplazaba a propulsión sin necesidad de mover las piernas. Yo iba en busca de una capa que reflejase mi regio abolengo cuando uno de estos gentilhombres de El Corte Inglés me salió al paso.
Este individuo de modales exquisitos me invitó a conocer toda suerte de chaquetas, cazadoras, parkas y prendas de abrigo similares, todo ello sin que yo se lo hubiese pedido. El pobre hombre parecía tan ilusionado de ver a un ser humano en su departamento que volcó todo su entusiasmo en mi persona.
No se dirigió a mí como "Majestad", sino como "caballero", puesto que obviamente entendió que yo iba de incógnito ese día. Me dio a probar una decena de prendas, y sólo por probármelas ya me daba las gracias… cada una de las veces. Con palabras como "¿No ha encontrado ninguna prenda que le seduzca?" "¿Ha mirado en la zona de juventudes?" o "¿Me permite sugerir…" se ganó mi corasón,
Después de unas cuantas probaturas, afectuosamente le dije: "Toma, muchacho, para que te compres una fruslería". Y le di una de esas monedas cobrizas tan valiosas, céntimos que se llaman. Espero que no se diese un atracón de chuches. Por supuesto, no adquirí ninguno de sus abrigos. Y capas no tenía.
Este encuentro tan grato contrasta con la mugre social que enturbia mi mirada a diario. Sin ir más lejos, el otro día apenas salgo de mi morada cuando detecto a un patán tambaleándose mientras camina. El despojo se escupe con gran estruendo sobre sí mismo (es lo que tiene escupir hacia delante y seguir andando), y corona la acción con un eructo de esos que hacen eco. Al menos ahora sé dónde se esconden las personas con modales.
No se dirigió a mí como "Majestad", sino como "caballero", puesto que obviamente entendió que yo iba de incógnito ese día. Me dio a probar una decena de prendas, y sólo por probármelas ya me daba las gracias… cada una de las veces. Con palabras como "¿No ha encontrado ninguna prenda que le seduzca?" "¿Ha mirado en la zona de juventudes?" o "¿Me permite sugerir…" se ganó mi corasón,
Después de unas cuantas probaturas, afectuosamente le dije: "Toma, muchacho, para que te compres una fruslería". Y le di una de esas monedas cobrizas tan valiosas, céntimos que se llaman. Espero que no se diese un atracón de chuches. Por supuesto, no adquirí ninguno de sus abrigos. Y capas no tenía.
Este encuentro tan grato contrasta con la mugre social que enturbia mi mirada a diario. Sin ir más lejos, el otro día apenas salgo de mi morada cuando detecto a un patán tambaleándose mientras camina. El despojo se escupe con gran estruendo sobre sí mismo (es lo que tiene escupir hacia delante y seguir andando), y corona la acción con un eructo de esos que hacen eco. Al menos ahora sé dónde se esconden las personas con modales.
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