Mi chófer conducía mi limusina (vaya vehículo más descuajeringado), cuando tuvo que detenerse ante un disco rojo. Era de noche, de modo que por aquella avenida el tráfico era ciertamente tenue. Tan sólo un coche había, y justamente se hallaba en el carril de mi derecha, por lo que el contacto visual con la chusma que infestaba su interior era nítido.
Pues bien, este automóvil, que era uno de esos totenwokers (vocablo weinoriano que designa esos malditos coches altos y robustos, esos "todoterrenos"), como hemos dicho estaba poblado por la peor y más decadente casta de parásitos de la sociedad que imaginarnos podamos: unos jóvenes en estado obviamente ebrio que berreaban como putas marsellesas en época de celo. Sin duda el instante más bochornoso tuvo lugar cuando, aún estando el semáforo en rojo, el conductor de dicho totenwoker emergió de su vehículo y se dedicó a efectuar una lamentable y arrítmica danza que desató mis más internos instintos homicidas. El hecho de que fuese un andrógino, esto es, de que no fuera posible distinguir su sexo (varón, fémina u hongo) no me calmó lo más mínimo.
Y probablemente habría tenido que apearme de mi carroza para repartir justicia de no haber tornado de colorido el disco del semáforo. La esperanza de perder de vista a tamaño engendro se impuso a la furia de descuartizarlo con mis propios guantes (qué clase tengo, hermanos).
Mientras relato este drama, dos individuos discuten a gritos en la calle por lo que parece ser una leve colisión de tráfico. Los vocablos "inútil" e "hijo de puta" se alternan cual coros de una cantata de Bach. Poco a poco me voy cubriendo de una triste tonalidad gris, al no haber encontrado todavía la antorcha que ilumine mi existencia.
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