El fuego es atenuado paulatinamente por la lluvia. Nietzsche contempla el fiambre de Pipino en tierra, atravesado por un dardo de gran tamaño. Levanta la vista y contempla a su salvador. El centauro Wilbur le acaba de salvar la vida, gracias a sus excelentes dotes de arquero. A su lado aparecen el Sargento Hartman y el Dr. Lawrence.
-¡Oh, Apolo! ¡Es el Übermensch! -dice el alemán señalando a Wilbur.
-Ya me estáis tocando el huevamen con vuestras chorradas. Cada cierto tiempo una panda de subnormales como vosotros se interna en mi querido Bosque, y luego soy yo quien tiene que echarlos. Moved el culo y largaos de mi tierra, puercos.
Esta furibunda reprimenda del centauro hace mella en los corazones de los tres viajantes. Pero pronto se olvidan de su discurso de vendedor de alfombras y reparan en que está anocheciendo.
Conforme se va ocultando el sol, la exótica vegetación de El Bosque adquiere brillos fluorescentes al estilo de Las Vegas. El Dr. Lawrence anota sus observaciones en su cuaderno de exploración, mientras Nietzsche procura mantenerse próximo al Guardián, que los conduce a la salida. Como de costumbre, el Sargento se muestra desconfiado ante los continuos cambios que presenta el paisaje, y protege la retaguardia con su revólver oxidado birlado en algún museo.
Mientras echa una larga meadita en un árbol, un bicho salta de un árbol y se le planta delante. El monstruo en cuestión es un ser parecido a un humano, pero más alto y delgado, con cola, con una piel azulada y grandes ojos amarillentos. Vamos, que es un pitufo pero más grande.
El Sargento permanece atento a los movimientos del bicho, que le dedica estas palabras:
-¡Kawkrr! Krr slayu nga Na'viyä hapxì.
Lejos de entender de qué mierda va este chapero, recurre al Dr. Lawrence para que le eche un cable, pues él no entiende el vascuence. A su llamada, el científico se acerca con presteza y se queda maravillado ante el curioso ejemplar.
-¡Demonios! Estamos ante uno de los moradores primitivos de El Bosque, un Na'vo.
Su ictericia es uno de sus signos distintivos. Señor Hartman, ¿no se encuentra extasiado ante tal hallazgo?
-No sé si la "isteciria" esa es característica, pero desde luego la cara de perro que tiene el monstruo este no se la quita nadie.
Nuevamente, la criatura responde con sus enigmáticas palabras, acompañadas en esta ocasión de amenazantes aspavientos:
-Oel pot spìmìyang, tsakrr za'a aungia ta Eywa.
Wilbur y Niche ya se han dado la vuelta para descubrir el motivo del rezago de sus compañeros. Al ver al Na'vo, el Guardián entabla conversación con él, diciendo:
-Oeru txoa livu, ma oeyä tsmukan. Hu nawma sa'nok tivul ngeyä tirea
El Sargento Hartman ya empieza a aburrirse con la jerga del gitano azul ése, y decide pegarlo un tiro en toda la cabeza. El sonido del disparo se expande por los alrededores, alarmando a los animalitos que tan apaciblemente estaban durmiendo. Wilbur, escandalizado por este acto impío, irrumpe en exabruptos tales como "memo" o "bobo", que provocan que el pobre Friedrich se tape los oídos para no escuchar esas palabras mayores.
De repente, decenas de pitufos azules como el difunto aparecen de entre los luminosos árboles, y comienzan a gritar en su lengua. En lugar de amilanarse ante tal jauría, Hartman se saca la tranca y les grita "¡Barra libre, cabrones!" . El Doctor y Niche, más inteligentes (y menos drogados), deciden poner pies en polvorosa, y el mismo Wilbur se marcha galopando cual burro con diarrea. Sabedor de que tan sólo le restan cinco balas para acallar a esa gentuza, el Sargento decide inmolarse para aniquilar a esos charlies. Detona los explosivos que portaba ocultos en su curtido cuerpo en el momento exacto del linchamiento.
Finalmente, tras un par de horas de marcha Nietzsche y Lawrence llegan a la puerta de El Bosque, y se detienen a recobrar el aliento. Tras pagar a Hacienda su parte del respiro, el filósofo bigotudo dice:
-Oh, Lawrence, ¿adónde te vas?
-Me voy a West Wirginia -contesta el Docor-. Vuelvo a mi tierra.
-Por favor, por favor, ¡llévame contigo!
-No. He roto con todo lo de aquí. Yo busco la paz. Quiero ver si consigo hallar algo que tenga algún encanto y dulzura en la vida. ¿Sabes de qué estoy hablando?
-No. Yo sólo sé que te quiero.
-Esa es tu desgracia (entre otras).
-Oh, Lawrence. ¡Lawrence, Lawrence! Si te vas, ¿adónde iré yo? ¿Qué podré hacer?
-Francamente, Nietzsche, eso no me importa.
ACTA EST FABULA
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