Y allí estaba el centauro, engendro monstruoso donde los haya. El Sargento Hartman termina de vaciar la vejiga y se acerca al Dr. Lawrence.
-¿Qué cojones es eso, Patoso?
-Es… un centauro –responde aturdido el científico.
-¡Puta mierda, no me convences! Tienes las gafas tan llenas de roña que no ves ni por el tercer ojo. Fíjate bien, escoria, y te darás cuenta de que es un jodido “charlie”.
Ante el irritante timbre de la voz del militar, el centauro, desprevenido y semioculto tras unos matorrales, se da la vuelta y se queda mirando a los dos visitantes.
-¿Quiénes sois, oh seres deformes y horrendos?
El Sargento ya se estaba ciscando en la puta que lo parió ante esa insolencia, pero las palabras acuden con mayor presteza a los labios del Doctor:
-Somos ciudadanos del mundo que necesita el vuelo de una paloma, que necesita corazones abiertos que estén sedientos de paz. ¡Por eso estamos aquí! ¡Conmigo puedes contar! ¡Y dejaré mi equipaje a un lado para tener bien abiertas las manos y el corazón lleno de sol!
Ante estas declaraciones, los tres golfos quedan boquiabiertos, si bien por distintos motivos: el centauro, como consecuencia de su sorpresa; Lawrence, porque no comprende cómo diablos ha podido cantar una canción de catecismo; Hartman, porque está eructando. Tras unos instantes en silencio, el centauro retoma el habla:
-Pues Wilbur es mi nombre, Guardián de El Bosque mi oficio, y más os vale, caballeros, no sacarme de quicio.
Por primera vez en su deprimente vida, el Sargento Hartman sonríe. Este hecho, en apariencia inocuo, provoca que en alguna otra parte del mundo un niño llore. Es el llamado Efecto Cucaracha. Después, se asoma a los matorrales tras los que estaba Wilbur hace un momento, y contempla una enorme ñorda equina.
-¡Santa María, Madre de Dios! ¿Todo ese montón de mierda lo has hecho tú?
-No es de vuestra incumbencia, caballero –contesta azorado.
-Patoso, mueve el culo y ven a ver el monumento.
Movido por la curiosidad e incluso por el olor, el Dr. Lawrence camina hacia donde le indica su compañero y contempla el asunto.
-¿Qué te parece? Nunca había visto una mierda tan alta. Seguro que el pobre se ha desgarrado el ojal; eso explicaría el berrido que oímos hace una hora.
-Está bien, señores, lo confieso: estoy estreñido y llevaba un mes sin jiñar. ¿Alguna otra pregunta?
Al mismo tiempo que estos individuos descubrían la segundo cordillera del Himalaya, Bruce Lee y Friedrich Nietzsche se topan con una especie de geriátrico en mitad del frondoso Bosque. Hasta el momento, Nietzsche le ha estado explicando a su acompañante asiático cómo se puede introducir ilegalmente Cola Cao en el país al insertarlo en pequeñas cantidades en el interior de su bigote. Esta soporífera conversación incita a Bruce a adentrarse en el geriátrico, seguido por el floripondio del filósofo.
En el interior del edificio, todo está mugriento y abandonado. De vez en cuando pasa un viejales corriendo con un pañal colocado sobre su cabeza a modo de peluca al grito de “Asumbawé”. A medida que recorren las distintas instancias, los viajantes se percatan de las infrahumanas condiciones en que viven los pobres fósiles. Lee no ha visto eso en su vida, pero Nietzsche se pone melancólico porque le recuerda a su casa.
El filósofo alemán se encuentra con un viejuno que destrozaba sin piedad un reloj con la ayuda de un martillo. Ante este irracional comportamiento, Nietzsche decide indagar:
-¿Qué estás haciendo?
El viejo levanta la cabeza y dice con una desdentada sonrisa:
-Matar el tiempo.
Poco a poco, el deprimente e insano amiente que impera en el geriátrico embelesa al pobre bigotudo, quien empieza a albergar la idea de quedarse allí para siempre. Bruce Lee, afeitado y menos imbécil, contempla por la ventana al enano Pipino acercarse a la carrera blandiendo su hacha.
Mientras el chino se prepara para el combate, Niche exclama:
-¡El Übermensch!
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