sábado, 9 de noviembre de 2013

Ese pequeño instrumento de tortura

El teléfono, inventado por el italiano Antonio Meucci en la segunda mitad del siglo XIX, supuso un avance científico de valor incalculable. El desarrollo de la telefonía móvil desde finales de los años 40 maximizó las posibilidades del aparato. Su popularización en los 90 permitió el contacto inmediato con cualquiera de nuestros conocidos. Pero ha sido en los últimos años cuando el invento se ha desmadrado por completo.

No estaría de más la inclusión de un tratado de educación junto a las instrucciones de uso de los teléfonos móviles. Mucho configurar las aplicaciones más molongas pero poco mantener las formas delante de los demás. ¡Manga de pendejos!

Salvo excepciones, tener un teléfono cerca es dañino.


Lo que no puede ser es que el personal chille cual descosido con uno de esos trastos arrimados a la cara. "Mi padre es traumatólogo y dice que...", berreaba un patán ante mi feroz mirada. Entre las cosas más desasosegantes que existen se halla el ser gritado por teléfono. Menos mal que cierto botoncito rojo nos puede salvar en el acto del apuro y la molestia más grandes.

No nos podemos librar tan fácilmente, empero, de esa escoria que relata el discurrir de su día en mitad de una sesión de cine. Y de nada vale chistar como un sifón durante diez minutos, pues la chusma es capaz de pergeñar las peores vilezas al amparo de la oscuridad. Una vez escuché con sumo placer a una anciana gritar "¡Cállense de una vez!" mientras estaban proyectando aún los tráileres. Desde entonces estoy convencido de que toda sala que se precie debería contar con un 'silenciador' de su calibre.

¿Y qué hay de las llamaditas de publicidad? Si al menos supiesen hablar los chimpancés que las efectúan, aún sería posible que vendieran algo. ¿Alguna vez habéis oído el nombre de "Ágüeda"? Para esos analfabetos nada es imposible. No es de extrañar que ahora los sustituyan por voces artificiales.

Luego están los golfos que aporrean la pantalla con esos dedos asquerosos que han hurgado todos los orificios imaginables. No prestan ninguna atención a los seres humanos con los que en teoría conversan, puesto que el ruidillo inmundo del "guásap" les atrae como las luces a los mosquitos. Y que no deje de funcionar ese sistema de mensajería, porque entonces el fin del mundo es una realidad y yo con yogures caducados en la nevera.

No le grites al selular, pinche vieja de narís deforme.


Los teléfonos móviles, por cierto, son cada vez más grandes. A veces no se sabe si son tabletas, teléfonos o bandejas. Lo mejor es cuando se los llevan a la oreja para hablar. Hahaha, vaya estampa más ridícula, mal cáncer cerebral tengan. Parecen payasos de circo con semejantes trastos. Zapatos grandes, nariz roja, maquillaje y teléfonos grandes: así debería ser el payaso del siglo XXI. Lo raro es que les quepan en los bolsillos.

El caso del iPhone, por su parte, es bastante singular. Pretende servir de objeto de distinción o de señalizador de clase social, algo así como la corbata. Lo que en realidad ha llegado ser este objeto de desorbitante precio es un emblema del ciudadano vanidoso, garrulo, y espurio. Vamos, el típico caso de mojón con patas que precisa de una fachada para disimular la oquedad que se esconde detrás. En sus correos electrónicos aparece "Enviado desde mi iPhone" como firma por defecto. Si a lo largo del mensaje ha logrado ocultar su estulticia, con la última línea revela la verdad.

En fin, estoy tan hastiado de tropezar con maleducados con esos trastos en sus manos que ya ni aprovecho diálogos como el siguiente para vituperar a la humanidad:

-¿Cuántos kilómetros hay entre Madrid y Valencia?
-250 -responde con rotundidad.
-¡Pues sí que está lejos!

Menos mal que aún quedan personas decentes que dicen "¿Aló?" cuando reciben una llamada. Cuando la tecnología no va acompañado de modales, a la larga deriva en un mal uso. Se empieza gritando por teléfono y se termina gaseando a la población civil. Y, por favor, ¡no os pongáis una pieza de flamenco como tono de llamada!

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