lunes, 1 de agosto de 2011

Escena VI: El batido de plutonio

Un estruendoso y salvaje eructo me abduce de raíz del fantasioso mundo de los sueños. La sinfonía procede de la calle, de modo que me asomo a la ventana para descubrir la identidad del intérprete. A la luz de la pálida Selene, vislumbro a un individuo desvergonzado orinando en la pared del edificio de enfrente. Un segundo regüeldo, éste menos escandaloso, vale decir estertóreo, supone el punto final a la excreción de sus líquidos en la vía pública. Ante semejante ignominia no puedo hacer menos que pensar en arrojarle el cuadro que preside mi habitación, que por cierto no alberga fotografía ni dibujo alguno, sino que está vacío. Desgraciadamente, mi lanzamiento se produce con tan poca técnica que el cuadro se me escurre entre los dedos, cae al suelo y el cristal se hace añicos. Mis pies desnudos pisan los punzantes fragmentos, y no puedo evitar dar pequeños saltos de dolor que dañan aún más mis extremidades inferiores. Para cuando logro salir de ese atolladero, mis delicadas bases no son sino masas sanguinolentas. Intento reparar los daños aplicándome unas curas básicas.

Poco queda para el amanecer, y debido a mi carácter noctívago no puedo evitar salir de mi casa para recorrer la localidad, no sin antes vestirme con mi indumentaria de astrónomo. Las heridas me molestan en gran medida, pero yo marcho con paso decidido, casi furioso, y procuro despejar mi mente del dolor corporal.



Al cabo de una hora, el ardiente Helios irrumpe en el firmamento, iluminando todos los oscuros recovecos de esta población. Los indigentes quedan expuestos a la vista pública, y se afanan por comenzar su ardua jornada laboral: extender la mano y sollozar lastimeramente.

Camino una buena distancia, y ya están abriendo algunos locales. Mi intestino me sugiere que sería buena idea evacuarlo, de modo que entro en el primer establecimiento que encuentro abierto. Una cafetería. Mientras me dirijo a las letrinas, paso al lado de la barra y pido un vaso de plutonio. Entro en el habitáculo rápidamente y expulso el fruto de mi vientre de manera feroz y despiadada, como si de un demonio se tratara. Al accionar el mecanismo de limpieza del inodoro, cuál es mi sorpresa al contemplar cómo se enciende una luz roja parpadeante y el cuarto de baño entero empieza a descender como un ascensor.

Tras un par de minutos de movimiento, el habitáculo se detiene. Salgo por la puerta y accedo a un pequeño sótano destartalado y pobremente iluminado. En el centro, un hombre de aspecto extravagante ríe como hiena en primavera junto a una mesa.
-Ah, señor Zorro, llega usted antes de lo previsto.
Sobre la mesa hay un peculiar artilugio, de una forma similar a la de una batidora.
-Por fin he culminado mi obra. En el interior de este recipiente se halla lo que tantos años nos ha costado producir. Jamás un batido tuvo un sabor de tan excelsa calidad, señor Zorro, eso se lo puedo prometer.



Al contemplar la cara de estúpido que adoptaba el extraño ser mientras me miraba, no pude hacer otra cosa que preguntarle:
-¿Realmente ha estado varios años aquí abajo simplemente para producir un puto batido?
El estupor cobró vida en el rostro del individuo, y pronto estalló en aspavientos al tiempo que me gritaba:
-¡Usted no es el señor Zorro! ¡Usted no es el señor Zorro! ¡Muéstreme su salvoconducto si quiere salir de este laboratorio!
Dicho esto, el demente extrajo una pequeña navaja de su bolsillo. Ante una situación así, se me ocurrió coger la batidora y estampársela en la cabeza. El pobre desgraciado perdió el conocimiento, y su maldito recipiente se quebró esparciéndose su contenido por todas partes.

Decidí entonces que ya era hora de regresar a casa, de modo que volví utilizando el mismo sistema de acceso. El retrete todavía albergaba mis residuos, ya que en realidad la cisterna no funcionaba. "Pues ahí dejo mi regalo", pensé.

Salí del establecimiento ante la mirada desconcertada del tipo de la barra, que al parecer no había encontrado plutonio para dármelo a beber. Fue un magnífico día.

ACTA EST FABULA

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